QUERIDO HERMANO
QUERIDO HERMANO
¡Querido hermano!, ¡mi hermano!, cuan tristeza se bate mordaz sobre mí al intentar transcribir estas palabras. Esta despedida fugaz como el beso de una virgen. Porque eso es lo que es, hermano, mi adiós.
No creas cuanto se hable de mí pues sólo lo que yo te narre, y sólo eso, es la mera verdad. Pero espera, comenzaré mi terrible historia desde su principio para que puedas llegar a entender cuan grande es mi desdicha.
Como bien ya sabes me mudé aquí, a Lyon, hace ya casi un año. Nuestro padre, que en paz descanse, nos dejó esta finca en herencia y como hermano mayor me vi obligado a atenderla mientras tú acababas tus estudios.
En un principio el hastío rural hizo tal mella en mí que incluso temí volverme enfermizo. Pasaba las mañanas supervisando el trabajo de nuestros criados, paseando por las tardes, viendo nuestras reses y nuestros pastos. Puede decirse, que si acaso, mi única diversión era salir de caza para matar a los lobos que mermaban nuestro ganado.
¡Ay, hermano, ojalá mi vida hubiese sido siempre así de monótona!
Digamos que todo cambió con la llegada de Eloisa. Bendito nombre, bendita mujer. Tenías que haberla visto para hacerte una idea de su magnánime belleza. Quisiera buscar comparación con semejante perfección, quizá, aunque no lo puedo asegurar, si fuese hombre mundano podría hacerla pero como no lo soy sólo puedo tallar con palabras toscas cuan magnificencia desprendía.
Su rostro, inmaculado, pudiera ser digno de ser tomado para dar forma a una virgen en la maleable madera. Tenía los ojos almendrados, dulces, de singular belleza y del color de las aguas más azules y más puras que hayas visto nunca, seguro. Su nariz, era digna y firme. Sus labios, ¡ay!, perdición de vergüenzas y pudores para muchos hombres tímidos como yo, sin duda. Y qué decir de sus rubios y brillantes tirabuzones, que hasta los querubines y serafines habrían sentido envidia de ellos.
Cuando la vi por primera vez bajaba de un carromato harto lujoso. Vestía de forma ostentosa, con un traje perla de grandes volantes en las mangas. Sus formas, su cintura, su talle, todo inclinaba a la perdición. Y querido hermano, como supondrás, no pude por más que enamorarme en ese mismo instante. Sin un nombre, sin una mirada, sin una palabra, sin nada de eso había conseguido volverme loco.
Pasé la noche en vela, había conseguido averiguar que se llamaba Eloisa, que había venido a pasar una temporada con su tía Marcia, viuda pudiente y de gran rango en el pueblo pues su marido fue general de los ejércitos. Y poco más, pero me bastó para no pegar ni ojo.
La mañana siguiente lloraba, grandes nubarrones negros techaban el cielo. Decidí salir al pueblo, pues, aunque había renunciado a ver a Eloisa, negocios inaplazables con un comerciante de ganado requerían de mi presencia. Cogí mi capote y salí.
Llegué puntual a mi cita y cerré el trato tan satisfactoriamente que ni salía de mi asombro. Fuera, la lluvia encharcaba con más violencia calles y campos.
Monté en mi caballo y me dirigí a la finca. No puedes imaginar cual fue mi sorpresa, cuando a la salida del pueblo me topé con Eloisa. Levantaba ésta un paraguas diminuto que apenas la protegía, llevaba los bajos del vestido empapados y embarrados, y cuando levantó la vista pude ver como mechones de su rubio pelo permanecían apelmazados a su frente. Su mirada perpleja se clavó en mí de tal manera que sentí como mis venas traían hasta mis mejillas la sangre para ruborizarme. Aun así, hablé:
—¿De dónde viene señorita con tan violenta lluvia y tan desapropiados ropajes?
Por unos instantes su mirada se volvió afilada. Nunca me enteré de dónde venía.
— Respetable señor, no creo que eso sea cosa de su incumbencia.—Espetó.
La verdad es que quedé turbado ante tal respuesta. Ella prosiguió su camino, di la vuelta a mi corcel y me situé de nuevo a su altura.
—Disculpe mis modales señorita. En verdad que tiene usted razón. Ruego perdone mi desatino y me deje llevarla a casa para enmendar mi conducta. Llueve mucho y su paraguas la protege poco.
Eloisa se detuvo y volvió a mirarme. En esta ocasión no había enfado en sus ojos, aunque tampoco supe identificar el significado de su mirada.
—No sé si debería, no le conozco. Mi tía no aprobaría tal cosa.
—No tiene usted por qué preocuparse.—Dije casi desesperado— Con esta lluvia nadie podrá vernos, además entraré por la senda que hay por la parte de atrás de su casa.
Ella permaneció dubitativa. Viendo que mis ropajes no eran de vándalo, por fin asintió.
¡Hermano, querido hermano!, si supieses lo que sentí en el momento en que sus brazos rodearon mi cintura. Hubiera querido que tan estrambótico paseo hubiese sido eterno. Que se prolongara infinitamente en los brazos del tiempo, hasta hacerme perder la cordura.
Tardamos poco en llegar, se apeó con garbo del caballo y me dio las gracias. No pude evitar preguntarle, con un tartamudeo irrisorio, si quería que al día siguiente paseáramos juntos, si el sol lo permitía. Ella no pudo tampoco evitar sentir rubor, lo que me animó en sobremanera.
—Opino que es usted un poco atrevido. Ni siquiera sabe mi nombre, ni yo el suyo.
—Me llamo Jean.— Me apresuré a decir. En realidad, yo sí sabía el suyo.
—Eloisa.
—Eloisa…Eloisa. —Repetí yo inconscientemente. Paladeando tan dulce nombre.
—Estimado señor, no apure tanto mi nombre, que me va a dejar sin él.—Dijo riendo, mostrando unos dientes tan blancos como los famosos bancos de sal de Turdesail.
—Oh, oh, perdón. — Dije — Entonces, ¿gustaría de pasear agradablemente conmigo?
Ella negó con la cabeza y creí que iba a morir allí mismo.
— Si quiere que eso sea posible algún día, deberá venir a presentarse ante mi tía. Frecuentar con nosotras la misa los domingos, tomar café aquí muchas tardes y ya veríamos.
De nuevo no pude por más que sentir gran vergüenza. ¿ Pero dónde había perdido yo los modales que nuestro amado y respetado padre inculcó en nosotros desde corta edad?, ¿Qué hacía yo casi rebajando a mi diosa al nivel de una despendolada cortesana? Por supuesto, me disculpé de inmediato con atropelladas palabras.
Ella reía al ver mi turbación y esto provocaba que mi boca y mi mente no marcharan al mismo paso. En definitiva, quedé en que al día siguiente me presentaría en casa de la señora Marcia.
Digamos, hermano, que todo a partir de ahí transcurrió tan rápido que parecía yo estar sumido siempre en obnubilaciones.
Su tía fue cortés conmigo desde un principio, y aunque sé que desde el empiece ella veía en mi mirada el amor que yo dirigía hacia su sobrina nunca dijo ni hizo nada para apartarme de ella. Al contrario, al saberme de buena y adinerada familia, noble y responsable, me facilitó la tarea.
Así que el amor nos dio la razón y yo fui, durante pocos meses, el hombre más afortunado del mundo. Y al que me hubiese dicho que no lo era, lo hubiese atravesado limpiamente con mi florete.
Paseaba con mi amada, ya a solas, y a sabiendas oficialmente de que era mi prometida, por prados verdes y florecidos. Jamás pude imaginar amazona tan linda y ágil. Respiraba tanta vitalidad, tanta energía, que temía no estar a su altura, pues ya sabes hermano, que soy tranquilo por naturaleza. Pero ella no, ella era un ciclón que desmoronaba casas, destruía cercados y plantaba caos por donde quisiera que fuera. Así estaba dejando mi corazón, patas arriba. Mis actos, cualesquiera que fuesen, iban dirigidos a despertar en ella un sonrisa, un brillo de sus ojos. Vivía para hacerla feliz, imagínate si digo verdad, que hasta me había olvidado de mi propia existencia. En más de una ocasión me había advertido ella de mi desaliño pues yo permanecía ajeno a mi mundo terrenal para visitar furtiva y frecuentemente el suyo.
Todo iba bien, inmejorable. Incluso ya tenía pensado mandarte una carta para invitarte a nuestras próximas nupcias, y hablarte de mi querida Eloisa.
Pero, ¡Maldición! Toda esta pesadilla comenzó un día fresco de verano. Hace poco.
Habíamos acudido a la rivera que está próxima al pueblo, la que goza de fama por el tamaño de sus carpas. Yo me entretenía en pescar, mientras que ella, mi amada, entrelazaba flores para hacer una corona de bellos pétalos.
Cuando hubo acabado, se acercó hacia las grandes piedras en las que yo permanecía con la caña en alto. Portaba la corona, reía, levantándola con señal de ponérmela. Pero lo que en aquellos momentos atribuí a la desgracia quiso que Eloisa tropezara, cayendo de bruces, chocando contra piedras punzantes y crueles hasta caer al agua.
Sin dudarlo y sin desvestirme me arrojé al agua. La saqué hasta la orilla y comprobé su estado. Estaba herida en el brazo, aunque no revestía ninguna gravedad, algunos arañazos rojizos habían aparecido en su cara.
Me miraba con angustia y se aferraba a mi cuello como un condenado se aferra a su verdugo.
—Amado mío, creí que moría y te perdía. Eso, me causa mayor ansiedad que el daño que haya podido sufrir.
Sonriendo dije:
—Ni el diablo nos podrá separar, amor mío.
Lavé sus heridas y la llevé a la casa de la señora Marcia. Allí la atendió el médico del pueblo debidamente. Aunque ya, hermano, contra todo pronóstico, no pudo levantarse más de esa cama.
Aquella noche, según me contó su tía, una fiebre alta, acompañada de grandes temblores, dominó su cuerpo. Ya no me separé más de ella. En los días siguientes su salud empeoró, El médico no conseguía hallar la causa de tan extraña enfermedad, cuando dijo que Eloisa iba a morir, que no pasaría de aquella noche, casi me echo a su cuello y lo estrangulo. Te juro, hermano, que varios criados me tuvieron que retener para no cometer el asesinato. El médico se retiró y yo me arrodillé frente a la cama de Eloisa.
Ella, que parecía presentir su fin, agarró débilmente mi mano y me habló con estas palabras:
—Amor mío, mi ángel, mi salvador en los días de lluvia. Siento que debo a Dios una cuota imposible por haberme puesto a tu lado. Por haber hecho días tan dichosos para mí. No, no llores así, querido. Cuando yo me haya ido, olvida estos días, entiérralos conmigo en mi ataúd. Pues si no, martirizarán tu vida, haciéndote muerto en vida, vegetal en hombre.
Yo me aproximé más a ella, para sentir más de cerca su respiración, para ver que su pecho subía y bajaba pues ya ni eso era perceptible.
—No podré vivir si ti, cariño. En cuanto mueras me quitaré la vida para acompañarte adonde vayas.
— ¡Nunca! — Exclamó — ¿Me oyes? De ser así nunca estaríamos juntos, ni en toda la eternidad. Vive tu vida, lo mejor que puedas. Que yo velaré por ti. Te amo, querido.
Dicho esto, murió entre estertores, con sufrimiento.
Las velas de su aposento danzaron burlescas pues allí no circulaba la menor corriente de aire.
Todo eso sucedió ayer, hermano. Créeme que me volví loco, intentaba golpear con la cabeza todo objeto duro o punzante. Pese a lo que me había dicho Eloisa, quería acabar con mi vida, porque hasta un día si ella era demasiado tiempo, imagina el vértigo que sentía de pensar en una vida entera.
El médico tuvo que venir de nuevo, y ayudado por tres criados me inyectó en el brazo un tranquilizante. Fue así como asistí al entierro de mi amada. Medio drogado, tanto que ni apenas me di cuenta del sepelio.
Cuando me llevaron a casa, no pudieron por más que desvestirme y acostarme. Luego, se fueron dejándome solo. Sufrí extrañas pesadillas en las que Eloisa me llamaba, clamaba mi nombre, mientras permanecía en un sitio oscuro y frío. En su ataúd.
Cuando desperté, esta misma noche, tenía la acuciante necesidad de acudir al cementerio. Tenía que rescatar a mi amada pues no dudaba de que lo que se había producido en mis pesadillas fuese verdad. Lo sentía muy adentro de mí.
Así que monté en mi caballo y acudí raudo al cementerio. La noche era oscura, casi gélida pese a ser aún verano. El viento ululaba por entre las tumbas como un fantasma errante.
Vi al enterrador, que paseaba con un candil por entre las tumbas, pero que ahora se dirigía hacia mí presuroso y preguntando que quién era.
Cuando llegué casi hasta su altura dijo:
— ¡Ah, diablos, es usted…!
No pudo decir más pues di una patada en su cabeza con todas mis fuerzas. No podía pararme a dar explicaciones, ni a encontrar impedimentos pues la vida de mi Eloisa estaba en juego.
Arrebaté una pala del cobertizo del cementerio y corrí hacia la tumba de mi prometida. Cavé con furia, gritando que aguantara, que pronto la salvaría. La tierra, blanda, no oponía resistencia, así que pronto topé con el féretro y tras varios intentos infructuosos logré abrir la tapa.
Hermano, juro por Dios que lo que te digo ahora es cierto, no me tomes por loco pues sino todas estas palabras no tendrán significado.
Cuando abrí la tapa ella tenía los ojos abiertos, como platos. Pude apreciar fugazmente que el interior de la tapa estaba arañado, los había hecho ella en un vano intento de abandonar su infernal morada.
Me agaché y abrazándola la saqué del interior sin apenas esfuerzo. La miré con incredulidad, con el corazón rebosando amor ante tan celestial hecho. Pues estaba viva.
Pero mi alegría sufrió un grave traspiés, su mirada no respondía a estímulos, mis palabras no surtían efecto en su persona. Temí que hubiese entrado en un estado de shock tan fuerte que no pudiese salir de él y abrazándola de nuevo la llevé a mi caballo. Tenía que llevarla a nuestra casa y después llamar al médico para que la auscultase, y sacase del trance.
Cuando llegamos subimos a la segunda planta, la dejé en mis aposentos. Encima de mi cama. Ella seguía con los ojos abiertos de par en par, clavados en el dosel de la cama.
Súbitamente oí golpes en la puerta de abajo, seguido de gritos tales como:
—¡Profanador de tumbas, deja a los muertos descansar en paz!
—¡Maldito seas, mereces la muerte y te la vamos a dar!
Me asomé a la ventana y vi como una jauría de personas golpeaban la puerta, portaban antorchas y todo tipo de armas. Acudían cada vez más, a matarme, pues no sabían que yo venía de salvar a mi amada y no de profanar su tumba. Me di la vuelta para, junto con ella, bajar y demostrarles que se equivocaban, que milagrosamente, Eloisa había sobrevivido a la enfermedad, a la muerte y que estaba entre nosotros de nuevo, por gracia del Señor.
Fue entonces cuando lo vi, y me di cuenta que había sido engañado por El Maligno.
Eloisa permanecía de lado, muerta, mirándome con ojos vacíos, vidriosos, mientras que de su boca, horriblemente abierta hasta deformar su rostro salía un pequeño ser deforme, de aspecto indecible e indefinible, tan rojo como la sangre. Cayó al suelo como si de un extraño y nauseabundo parto se tratase. Me miró con ojos amarillos y pupilas rasgadas de felino y dijo:
—Ni el diablo nos podrá separar, amor mío.— Se rió mostrando unos descomunales colmillos y desapareció. Tal y como te digo hermano, ese engendro dejó de estar allí.
Después me puse a escribirte esta carta.
Los aldeanos acaban de derribar la puerta.
Me queda poco tiempo, sólo decirte que te quiero, y reiterarte que no creas nada de lo que digan a mi muerte. Espero que el diablo sólo nos haya podido separar en esta vida a mi amada y a mí.
Hasta siempre. Jean.
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